No tienen precedente en la historia reciente del país las continuas intervenciones del Ejecutivo, encabezado por Gustavo Petro, en las universidades públicas. Lejos de fortalecer la autonomía universitaria, principio esencial para la vida académica, sus acciones y pronunciamientos la debilitan. Urge defender este pilar del desarrollo social, que garantiza la expansión del conocimiento, la diversidad de ideas y la libertad de cátedra.
Durante décadas, esta conquista ha sido preservada como un escudo frente a las presiones o injerencias de los poderes políticos y económicos. Cuando se debilitan las condiciones democráticas que posibilitan en los claustros el desarrollo de la ciencia, el arte, las humanidades y demás formas del saber, se abre un peligroso boquete al autoritarismo, comprometiendo el avance del conocimiento y de la humanidad.
La autonomía universitaria comprende al menos dos dimensiones. Primero, que dentro de cada institución y en el marco de los límites constitucionales sean sus propios estamentos, estudiantes, docentes y trabajadores, quienes definan la orientación institucional. Segundo, que ninguna instancia externa, sea gubernamental, económica o de otro tipo, interfiera o ejerza presiones indebidas en la toma de decisiones internas.
Las actuaciones impulsadas por el Gobierno nacional durante casi tres años constituyen una vulneración directa de este principio. Basta recordar el caso de la Universidad Nacional de Colombia, donde, ante el irrespeto del CSU a los resultados de la consulta para la designación del rector 2024-2027, se pretendió corregir una violación a la democracia pisoteando la autonomía.
En la Universidad Popular del Cesar, la delegada presidencial ante el CSU, Juliana Guerrero, cuestionada por falsedades en su hoja de vida, habría abusado de su cargo al utilizar presuntamente recursos del Estado y aeronaves de la Fuerza Pública para favorecer la reelección del actual rector. En la Universidad de Antioquia, ante una crisis financiera y un faltante presupuestal de 160 mil millones de pesos para 2025, la respuesta del Gobierno fue, nuevamente, la intervención.
Sin embargo, la situación alcanzó su punto más crítico en la Universidad del Atlántico. Durante el proceso de consulta y designación del nuevo rector, la participación directa de Gustavo Petro, quien calificó a las directivas como cauda clientelista y criminal, sirvió de argumento al MEN y al ministro del Interior, Armando Benedetti, para sobrepasar sus competencias y ejercer presiones en favor de dos candidatos, con el propósito de condicionar en su momento la decisión del CSU. Actualmente, el panorama en la institución es de completa incertidumbre, marcado por episodios de violencia, tensiones crecientes y la instrucción del ministro Daniel Rojas de intervenir.
En todos estos casos hay un denominador común: estas inaceptables intervenciones responden a cálculos electorales. La principal responsabilidad del Estado frente a las IES públicas es financiarlas plenamente para que, en ejercicio de su autonomía, definan los aspectos esenciales de su vida institucional y cumplan sus objetivos misionales en investigación, cobertura, calidad, bienestar y otros. La ACREES ha denunciado diversos incumplimientos, entre ellos que la reforma a los artículos 86 y 87 de la Ley 30 aún tiene dos debates pendientes, con una viabilidad incierta y múltiples interrogantes en su contenido.
En los debates sobre autonomía y democracia universitaria conviene recordar tres premisas claves. Sigue vigente la histórica demanda estudiantil de que los resultados de las consultas sean vinculantes y acatados por las IES públicas. Asimismo, los esfuerzos por profundizar la democracia universitaria deben promoverse con independencia por parte de los estamentos que la conforman, reconociendo la diversidad de opiniones. Finalmente, las controversias sobre la legalidad de las actuaciones administrativas o posibles delitos deben ser conocidas y tramitadas por las autoridades judiciales, con estricto respeto al Estado de derecho.
Ello no niega el derecho de los estamentos a organizarse, expresar sus puntos de vista, movilizarse de forma masiva, creativa y pacífica, y ejercer una crítica argumentada sobre los asuntos que consideren relevantes. Eso es legítimo y deseable en una democracia.
Pero, en este contexto, el movimiento estudiantil y la comunidad académica deben asumir una postura firme de rechazo a las actuaciones del Gobierno nacional que, guiadas por intereses electorales y desconociendo nuestros objetivos misionales, están haciendo trizas la autonomía universitaria. Esta actitud contradice el deber estatal de salvaguardar un principio que referentes como Carlos Gaviria Díaz defendieron con vehemencia, conscientes de su importancia para el progreso del conocimiento y de la humanidad.
La autonomía es para la universidad lo que la soberanía es para las naciones y la dignidad para las personas.
