Francisco Torres, Arauca, agosto 29 de 2011
Esas dos palabras resumen la felicidad. Cuando suena la campana –ahora timbre- resuenan en las aulas de primaria dando alas a los niños. En bachillerato -palabra más bella que la postergada de secundaria- se habla de descanso y a él se sale con ademanes reposados pero con idéntico contento.
Pero ese recreo tan idílico se ha convertido en un campo de batalla, porque, al fin y al cabo, ¿Qué es? Simple espacio de diversión o lugar donde también se aprende y, por ende, se enseña.
Para el gobierno encarnado en las sucesivas ministras de educación el recreo es como el limbo: ni cielo ni infierno, ni agua ni pescado. No es nada. No hace parte de la asignación académica de los docentes, pero no se puede realizar sin la presencia de maestros y sin método pedagógico -un manual de convivencia, unas normas ambientales-.
Para los maestros el recreo es parte de la labor académica con sus alumnos, una extensión de las aulas en la cual se aprende a convivir en sociedad y a coexistir con lo poco de naturaleza –un árbol, una planta de fino tallo- que ha quedado en los colegios cuando sobre ellos ha pasado el hacha implacable del hacinamiento y el abandono estatal.
Para los padres de familia el recreo debe estar supervisado por los profesores. Si algo inusual sucede ellos deben responder: una mala palabra, un moretón, un mordisco, un grano de arena en el ojo de un niño.
Estas diferencias de apreciación sobre los momentos de recreación dirigida de los estudiantes parecen una discusión pedagógica, pero en realidad su fondo es económico y, por consecuencia, político.
Se trata de exprimir la mano de obra de los educadores y, al mismo tiempo, dar la impresión de gran preocupación por una sólida formación de los educandos. Dos cosas que son irreconciliables. Porque cuarenta estudiantes en un aula de clase y en un atiborrado patio de juegos –para tormento de profesor y alumnos- durante más horas de clase no es lo mismo que veinte niños así sea con menos horas de clase en condiciones amables. Eso está demostrado hace muchos años y, para que no quede duda, Finlandia, que lleva el primer lugar del mundo en resultados de sus estudiantes tiene menor carga académica y menos estudiantes por grupo escolar que Colombia donde se trata a los maestros como a mulas de carga.
De tal manera que ese profesor que, por ejemplo, tiene en primaria cinco horas de clase diarias, debe atender el recreo de sus treinta y cinco, cuarenta o cuarenta y cinco estudiantes, asistir a anodinas reuniones o a cursitos para que algún contratista saque su tajada en contra jornada y llegar de noche a preparar, evaluar y llenar infinidad de cuadros que la burocracia insaciable del Ministerio de Educación promueve con la divisa de que si no tenemos buena educación por lo menos tengamos el máximo de control, aunque eso únicamente sirva para atormentar a los maestros.
Al igual que al obrero que se le azuza a trabajar más con la convincente admonición-amenaza de: “¡colabore!”, al profesor se le habla –otra vez- de su “apostolado”. Y se lo dicen aquellos que bien aplastados en los altos puestos oficiales, de la empresa privada y de “instituciones benéficas” como el Banco Mundial son los apóstoles del neo liberalismo que tiene en crisis al mundo y a Colombia, y que han impuesto políticas educativas tan dañinas como la promoción automática, el hacinamiento y la educación como mercancía.
Por eso en el Decreto 1850 se estableció una jornada semanal de trabajo de “mínimo cuarenta horas” para los educadores. Como quien dice se trata de pasarse por la faja hasta el código laboral. Volver a las jornadas interminables de trabajo de los albores sangrientos del capitalismo que sólo terminaban con la extenuación del trabajador y ante la cuales los obreros del mundo alzaron sus enseñas de lucha.
Por eso se aumentó la asignación académica para reducir al máximo el número de profesores con el expediente de recargar de trabajo a los que sobreviven a la “racionalización de la planta”.
Para el credo neo liberal, así como el aprendizaje y las pasantías de los estudiantes no son trabajo y deben ser gratinianas –para mayor felicidad de los empresarios-, el recreo no es trabajo de los educadores y debe ser gratis. Y, ya en esa senda, seguir aumentando la carga laboral con las jornadas complementarias. La preparación de las clases, evaluación, investigación, entre otras deben ser también sine pecunia como ya lo son para los profesores de cátedra a los que únicamente se les paga por hora clase efectivamente dictada. ¡Y con eso dizque se busca la calidad de la educación!
Como lo ha denunciado hasta la saciedad el senador Robledo, el secreto máximo del neo liberalismo es mano de obra barata, lo más barata posible conseguida por el doble camino de reducir los salarios y aumentar la jornada laboral. A ello no escapan los maestros colombianos.
Pero ellos no se dejan meter los dedos en la boca con la mentirosa vena pedagógica del gobierno y defienden su jornada de trabajo que viene siendo la misma que la de los alumnos.
Si se quiere mejor educación que se acabe el hacinamiento, que se provean las condiciones para que sea científica, con respeto a la nación colombiana y a la autonomía educativa y que se preste de manera directa y no por medio de contratistas a los que sólo los anima la comisión –la parte de la plata de la educación de los niños con que se van a enriquecer-.
Y dignifíquese la profesión con un estatuto como el que ha presentado FECODE. Lo demás son cuentos chinos del gobierno que a cada paso atenta contra la educación pública. Los educadores ya están hartos de que los lleven al martirio por el camino de mentarlos apóstoles.
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